¿De qué lado estás?
manuelita otero
¿Qué tantas veces en tu vida te has encontrado pensando en cómo tener balance o buscando el balance como ese gran premio por ganar? A mí, en los últimos años, me ha impresionado un poco cómo la obsesión por tener “balance” en la vida nos ha llevado a muchos, en varios momentos, a vivir, irónicamente, más bien como desbalanceados. Esto, a mis ojos, pasa cuando dejamos de disfrutar la vida y nos estresamos más de la cuenta tratando de alcanzar ese tan anhelado balance que se vende por estos días.
No voy a negar que es saludable y hasta bonito que por muchos medios se nos esté hablando de los beneficios y de la importancia de llevar una vida balanceada: “mantenga la armonía entre el trabajo y el descanso, conserve el equilibrio entre su tiempo libre y el estudio, aliméntese de forma balanceada, invierta su dinero equilibradamente entre usted, sus proyectos y su familia …” y así, sucesivamente. Claro, es sensato evitar los extremos que pueden perjudicarnos; pero, por otro lado, también es sensato reconocer que algunas veces este bombardeo sobre la importancia del “balance”, se convierte en una obsesión por tener “la vida 10”, es decir, la vida perfecta. Y como esa vida no existe -por lo menos aquí en la tierra-, entonces es justo ahí, en esa delgada línea, donde empieza a ocurrir el efecto contrario: queriendo tener tanto balance en todo y con todos, terminamos ignorando que las victorias son un proceso, que somos humanos - sí, día a día cometemos errores-, que somos únicos, con historias diferentes y por eso mismo los centros de la balanza no son seguramente los mismos para todos y, además, olvidamos que algunos balances llegan primero que otros. Así que es casi imposible que nos podamos mantener justo en la mitad de la balanza.
Para ponerlo un poco más en blanco y negro, quiero compartir que es justo lo que a mí me estaba pasando con la educación de mi chiquita hasta hace unas pocas semanas. Corrí como loca tras el balance por más de 5 años. Desde antes de que naciera yo ya leía, escuchaba y pensaba qué bueno sería ser esa mamá inteligente que iba a ponerle límites a su hija desde chiquita, pero que también iba a ser flexible y amorosa; esa mamá que iba a darle muchos gustos, pero que también le iba enseñar que a veces en la vida hay que escuchar algunos “no”; que iba a consentirla mucho, pero no a malcriarla; y así hasta llegar a ser la “mamá modelo” que iba a lograr encontrar el “balance perfecto” para que su hija fuera “feliz”.
En gran medida sí me ha servido un montón pensar así para ser “una buena mamá”, por decirlo de alguna manera, pero por otra parte tengo que admitir que el balance en mi maternidad se convirtió poco a poco en tal obsesión que creo que me la pasaba más horas trabajando en sentirme balanceada que disfrutando el tiempo de manera menos prevenida y más fluida con mi hija. El anhelo de darle unas bases y una educación perfecta (porque así no lo admitamos muchas veces sí queremos darles a nuestros hijos una educación perfecta), me distrajo en más de una ocasión de lo que de verdad me llena: verla sonreír, sentirnos conectadas y estar con ella sin tanto juicio y regaño en las buenas y en las malas; así que hace poco y sin pensarlo tanto decidí que con ella la balanza en esta época de nuestras vidas iba a estar más bien inclinada hacia el lado de la flexibilidad en vez del de la exigencia y la súper disciplina y que además va a tener uno que otro toque de alcahuetería o “extremo consentimiento” -porque eso es lo que a nuestra relación y a nuestras circunstancias en este momento le funciona mejor-.
No fue fácil decidirlo, menos aún decirlo, pero así es. Prefiero hacer esto y aunque no me sienta tan centrada, no quiero seguirle entregando muchas de mis horas al estrés, la presión y la aspiración a la perfección. Combinación, por cierto, poco grata para el corazón. No estoy en contra de que hagamos lo posible por ser mejores personas en todo lo que podamos, pero por esta vez quiero intentar regalarme un nuevo año menos “balanceado” y mucho más relajado.
Ana