El Jefe Soñado
manuelita otero
Antes solía criticar muchísimo a las personas que eran muy frías y serias en el mundo laboral. No entendía muy bien por qué a tanta gente le costaba sonreír, ser abierta y muy amable, independientemente de que me conocieran o no. Incluso, cuando eso me pasaba, yo terminaba pensando: “¡Qué persona tan amargada!” y me iba hasta de mal genio cuando la reunión terminaba, especialmente si era alguien con un puesto de alto rango.
Lo curioso es que ahora, después de varios años como profesional, no sólo no critico a este tipo de personas, que parecen muy distantes, sino que, en gran parte, LAS ADMIRO.
Desde que empecé a trabajar, que fue antes de los 20 años, siempre imaginaba que cuando yo tuviera la oportunidad de ser jefe –si era que eso pasaba “algún día”, que yo veía realmente lejano- iba a tratar de ser muy amable, muy tranquila y de sonreír la mayor cantidad de veces posible. Iba a consentir a mis empleados, a hablar mucho con ellos, a reírme con ellos y a hacer prácticamente todo lo que estuviera en mis manos con tal de que estuvieran tranquilos, bien y felices. En fin, soñaba con construir un ambiente de trabajo relajado, feliz y hasta “recochero”. Y, claro, esto de ninguna manera me parecía que fuera un propósito despreciable en mi vida. Por el contrario, hasta me sentía un poco “heroína” pensando que yo sí podría lograr lo que tantas personas supuestamente no habían logrado: “Ser el jefe chévere, el jefe perfecto, el jefe soñado”.
Pero, lo que de verdad nunca me imaginé en este “mundo ideal” que yo planeaba, es que cuando esa etapa llegara iba a olvidarme un poco de quién era yo realmente y cómo era mi estilo personal y único para hacer las cosas, por tener concentrada casi toda mi energía en complacer y agradar a mis empleados.
No quiero insinuar de manera alguna que sea malo tratar de ser un muy buen jefe o que lo que me pasó haya sido culpa de alguien más. Lo que quiero decir, cuantas veces sea necesario, es que cuando uno se obsesiona mucho con cualquier tema laboral puede perder la perspectiva personal, al punto de perder también el equilibrio entre lo que uno es y lo que uno quiere, y terminar de esta forma convirtiendo un objetivo interesante y hasta loable, en un desastre empresarial y personal... que creo es un poco lo que me pasó a mí.
Aún hoy en día, después de analizar y revisar esta situación con calma y desde diferentes ángulos, es un tema que aún me quita un poco el sueño. ¿Dónde estuvo el punto de quiebre? ¿En qué momento cedí mis principios y mi estilo, todo por ser la jefe ideal? ¿Qué fue lo que realmente estuvo mal si yo lo único que quería era que mis empleados estuvieran bien? Sinceramente, creo que ese punto de quiebre estuvo en el momento en que cedí la primera vez que no debí hacerlo, algo que, seguramente, hice por miedo a perder mi imagen de jefe moderna, compresiva y chévere.
Claro, es que, ¿cómo la jefe querida iba a regañar o a llamarle la atención de manera contundente a alguien por llegar tarde, si es que cada quien tiene libertad de “manejar su tiempo” desde que responda bien en su trabajo? (Luego de aguantar muchos, muchísimos retrasos, comprendí que a veces ese también era MI tiempo. Especialmente, cuando de reuniones se trataba, y que con tanto incumplmiento se vuelve un poco difícil responder realmente bien en el trabajo).
Claro, ¿cómo la jefe comprensiva iba a implementar una fuerte campaña contra la mediocridad reiterada, si es que se supone que cada quien tiene derecho a equivocarse, mejorar y no hay que ser tan duro…? (Luego de meses enteros entendí que esa mediocridad se reflejaba directamente y sin ningún tipo de anestesia en las finanzas de mi empresa. O sea, en mis finanzas).
Claro, ¿cómo la jefe generosa iba a quedarse sin darle unos muy buenos regalos a sus colaboradores que tanto “se lo merecían”, si es que hay que tener al equipo motivado? (Luego de varios fracasos, comprendí que los buenos, muy buenos regalos hay que ganárselos con resultados).
Y lo curioso de todo esto es que esas cosas yo ya las sabía. Yo ya sabía que todo tiene un límite para el incumplimiento. Yo ya sabía que la mediocridad perjudica cualquier logro empresarial. Yo ya sabía que muchas cosas en la vida laboral se ganan por mérito. Y además de saber todas estas cosas, ¡también las creía!
Entonces, si lo sabía y lo creía, ¿qué pasó? Pues que me equivoqué. Pero no por ignorancia, no por no creer en nada. Pequé por traicionarme a mí misma y no darme mi lugar. Pequé por no actuar con la libertad y responsabilidad con la que un buen jefe debe actuar. Y cuando hablo de libertad no me refiero a hacer lo que a uno se le dé la gana, no. Me refiero a respetar a los demás, pero respetándose en el trabajo primero a uno mismo. Pero, ¿cómo?
- Antes que nada, saca tiempo –todo el que puedas- para saber qué te gusta y qué te disgusta en tu forma de trabajar, para ir conociendo mejor tu estilo laboral. Y si tu estilo es, por ejemplo, ser seria y distante, respeta esa parte de tu personalidad. No por eso vas a dejar de hacer bien las cosas.
- Antes de empezar un nuevo trabajo o una reunión decisiva recuerda quién eres, qué es lo que de verdad quieres, cuál puede ser tu sello y en qué crees. Si es necesario y si te sirve, ¡escríbelo!
- Tan pronto sientas que algo no está bien, trata de encontrar los motivos y, por supuesto, las soluciones. Hazlo con ayuda, si quieres, pero siempre en compañía de tu experiencia, de tu conocimiento y de tus propios ojos.
- Recuerda que por algo existen el día y la noche. No siempre todo puede ser color de rosa. Ni siempre se puede agradar a todos. Cuando a las personas hay que decirles la verdad, hay que decirles la verdad. Y ojalá a tiempo. Más aún si son tus empleados.
- Date el derecho y la libertad de ser tú misma en cualquier trabajo. Así como no existe el trabajo perfecto, tampoco existen ni el trabajador, ni el jefe perfectos. Cada quien debería aceptarse con sus cosas buenas y no tan buenas, sin tantas apariencias y pretensiones.
- Sé amable y colaboradora con los demás, pero busca ese punto de equilibrio en el que no tengas que pasar por encima de ti misma.
- Si eres empresaria o algún día quieres serlo, recuerda que tienes TODO el derecho de impregnarle a tu empresa tu forma de hacer y manejar las cosas, lo mismo que tu estilo de gerencia, pero que lo importante es que tus empleados y tú puedan tener permanentemente una relación gana-gana.
Hoy, la verdad es que agradezco que hayan sido pocas personas las que tuvieron que estar bajo mi cargo antes de que yo reflexionara sobre todo esto, porque como era de esperarse, esa nube en la que estábamos montados, mis empleados y yo, tenía que caerse. Seguro que si ahora tengo una segunda oportunidad de ser jefe, las cosas sencillamente serán mejores y diferentes.
“Ya no soy esclavo de lo que piensa la gente. Me he liberado de la obsesión por gustar a los demás, de la necesidad de darles motivos para que me aplaudan. Ahora tan solo rindo cuentas a mi conciencia”. Libro: Borja Vilaseca - El principito se pone la corbata. (Prólogo)
Por: Anónimo